Contextos: Periodismo que impulsa el desarrollo de la región

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Roberto Pimentel PINEDA

(A mí me robó el corazón a los 14 cuando mi padre me corrió de la casa; ella me abrió sus puertas y me trató como un hijo más: Alberto Herrera).

Llevando en sus brazos a un niño que aún no cumplía un año de nacido, cuidadosamente arropado con una raída cobija, entró en la tienda para comprar una pieza de pan. Corría el año de 1960, y cada pieza de pan costaba cinco centavos; para pagarla hurgó en su monedero y extrajo una moneda de veinte centavos; al recibirla, el tendero dio la espalda a la compradora para buscar el cambio, lo que fue aprovechado por la mujer para hurtar cinco piezas mas, y esconderlas bajo la cobija del recién nacido. Recibió el cambio y salió llorando. Llorando por la culpa que sentía por haber robado el pan; pero feliz porque ese día sus otros cinco hijos podrían comer cada uno una pieza entera de pan, y no sólo un mendrugo. El niño a quien llevaba en brazos . . . era yo.

Abandonada por mi padre, esa mujer inmortal, arrastró por un tiempo la miseria, llevando a sus hijos de pocilga en pocilga, siempre que tuviera un techo, no importaba que fuera piedra o lodo donde se recostaba abrazándonos y dándonos su calor durante la noche. Al amanecer corría a la tienda a comprar una pieza de pan y robar otras cinco. Nos desayunaba y salía conmigo en brazos a partirse la espalda y el alma fregando pisos y lavando ropa ajena, limpiando zapatos de otros pies que no eran los suyos ni los nuestros (nosotros no teníamos), todo con tal de llevarnos un bocado, a veces comprado y las mas robado.

Pero quiso el destino que su padre se enterara de la cruenta miseria en que vivía esa mujer, e inmediatamente fue por ella. Le compró una humilde casa y en ella nos llevó a vivir, ya bajo un techo decoroso.

Regresó mi padre. La abandonó dejándole otra vida en sus entrañas . Volvió a regresar y la volvió a abandonar nuevamente preñada. Ahora éramos ocho bocas que alimentar. Para eso, siguió fregando pisos, lavando ropa ajena, cosiendo ropa ajena, etc.; hasta que un ángel perdido en el anonimato que vestía hábito de monja, le consiguió empleo en lo que ahora es el IMSS. Empezó como afanadora, es decir intendente; lavaba pisos, trastes, ropa de hospital y todo lo que había que lavar. Pero ya tenía un ingreso quincenal asegurado, y lo dedicó íntegramente al cuidado y desarrollo de sus hijos.

Fue escalando posiciones y llegó a ser Oficial Dietóloga en el IMSS. Pero siguió robando. En efecto, el personal de la Clínica Hospital que por su horario no tenía derecho a alimentos, desfilaba furtivamente por la puerta trasera de la cocina, y mi madre los recibía con una torta, un taco, un plato del menú del día que robaba al Instituto y daba de comer al hambriento.

Su casa siempre estuvo abierta para quien necesitara techo, comida y sustento. Si alcanzaba para ocho, bien podía alcanzar para nueve. Así, la casa sirvió de refugio a familiares de enfermos que no tenían donde pasar la noche; a empleados recién llegados que no tenían donde establecerse. Incluso a estudiantes venidos de otras partes que no tenían donde vivir, a quienes les brindó, como madre, casa y sustento hasta por varios años.

A todos sus hijos nos brindó estudio hasta alcanzar una profesión; y a los dos mayores también les consiguió empleo en la misma Institución. No nos superamos los que no nos quisimos superar. Pero mi madre puso todo su empeño en procurar nuestra superación.

Siguió robando. Robó una niña abandonada por sus padres y maltratada por una infame familia que la golpeaba inhumanamente. La robó, le dio su apellido y nos regaló una hermana. Ya éramos nueve.
En fin, me resulta imposible enumerar todas las buenas obras que hizo ese Ángel encarnado en mi madre.

Pero siguió robando. Durante sus noventa y nueve años diez meses y veinticinco días que estuvo entre nosotros, ese Ángel robó el corazón de todos los que tuvieron la dicha de conocerla y tratarla. No se cuántos corazones habrá robado a lo largo de su vida, pero aseguro que se nos fue millonaria.

El treinta y uno de julio
del año 2020, faltando un mes y cinco días para cumplir sus cien años en esta tierra, sus hermanos se la llevaron consigo. Sus hermanos LOS ÁNGELES reclamaron al Ángel que en forma humana prodigó amor y bondad a todo aquel que tuvo la dicha de conocerla. El amor de ese Ángel, y no es es blasfemia, es el mismo amor de Jesús.

Sigue robando. ESTÁ ROBANDO EL AMOR DE DIOS.
Mi madre, MARÍA PINEDA ESPINOZA, Alcanzó la inmortalidad.

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